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Una colección azul

Actualizado: 13 oct 2020



Cam estaba yendo a encontrarse con su amiga. Tomarían fotos en el barrio de ella donde las copas de frondosos y añejos árboles encierran el ambiente dejando al sol entrar levemente en líneas irregulares, juguetonas. Mientras hacía la fila de ingreso recibió un mensaje de su amiga: había dejado el permiso para que entrara, pero ella no podría acompañarla. Molesta ante el abrupto cambio de plan, Cam decidió que no se adaptaría a él y emprendió el retorno con fastidio y desilusión.

La ruta estaba sobrecargada del olor a motores fundidos, de bocinazos y de redoblantes. El auto cruzó entre el humo negro que despedían las gomas incendiadas de un grupo de manifestantes.

Antes de cruzar la barrera, los treinta segundos de un semáforo en rojo le permitieron revisar el teléfono. Miró indiferente lo que su hermana le decía: “Voy a caminar a la Plaza Buján, ¿querés venir?”.

-No, no. Estoy cansada –le respondió Cam-. Además, ¡una bronca!, me cancelaron algo cuando ya estaba ahí. Estoy volviendo…

¿Por qué a su hermana le gustaría tanto aquel lugar? “Salí a dar mi vuelta espiritual al Cristo”, solía decir con algo de gracia…

En la radio empezó a sonar una canción que no dejaba de repetir la palabra “azul”. ¡Todo el tiempo!: azul, azul, azul, sin parar…

Al momento, Cam tomó el celular y borró el mensaje que había enviado –el mismo permanecía sin tildes de visto-, y lo cambió por otro que empezaba con la palabra “sí”.

Las hermanas caminaron hacia Buján conversando despreocupadamente. Giraron dos veces entorno al Cristo Redentor sin que esta vez nadie le prestara demasiada atención. Luego subieron a la montaña baja que está a la salida. El viento movía los barriletes de los niños y jugaba con la tela de los vestidos que eran como el cielo. Un joven recostado en el tronco de un árbol ralo sintonizaba una radio pequeña optando por una música de chelo. No dejaba de mirar a todos los que estaban en la parte más alta. Las hermanas bailaron gracias a esa música y al joven se le formó una sonrisa muy amplia. Se puso de pie y caminó unos pasos para estar más cerca de todo; y así, con el orgullo de saberse parte de esa magia, se quedó parado sosteniendo el equipo. El aire, que seguía discurriendo sin prisas, desprendió del pasto minúsculas flores silvestres y abundantes, de esas que crecen en todos los prados antes del verano, azules.

@cintiaponsCam estaba yendo a encontrarse con su amiga. Tomarían fotos en el barrio de ella donde las copas de frondosos y añejos árboles encierran el ambiente dejando al sol entrar levemente en líneas irregulares, juguetonas. Mientras hacía la fila de ingreso recibió un mensaje de su amiga: había dejado el permiso para que entrara, pero ella no podría acompañarla. Molesta ante el abrupto cambio de plan, Cam decidió que no se adaptaría a él y emprendió el retorno con fastidio y desilusión.

La ruta estaba sobrecargada del olor a motores fundidos, de bocinazos y de redoblantes. El auto cruzó entre el humo negro que despedían las gomas incendiadas de un grupo de manifestantes.

Antes de cruzar la barrera, los treinta segundos de un semáforo en rojo le permitieron revisar el teléfono. Miró indiferente lo que su hermana le decía: “Voy a caminar a la Plaza Buján, ¿querés venir?”.

-No, no. Estoy cansada –le respondió Cam-. Además, ¡una bronca!, me cancelaron algo cuando ya estaba ahí. Estoy volviendo…

¿Por qué a su hermana le gustaría tanto aquel lugar? “Salí a dar mi vuelta espiritual al Cristo”, solía decir con algo de gracia…

En la radio empezó a sonar una canción que no dejaba de repetir la palabra “azul”. ¡Todo el tiempo!: azul, azul, azul, sin parar…

Al momento, Cam tomó el celular y borró el mensaje que había enviado –el mismo permanecía sin tildes de visto-, y lo cambió por otro que empezaba con la palabra “sí”.

Las hermanas caminaron hacia Buján conversando despreocupadamente. Giraron dos veces entorno al Cristo Redentor sin que esta vez nadie le prestara demasiada atención. Luego subieron a la montaña baja que está a la salida. El viento movía los barriletes de los niños y jugaba con la tela de los vestidos que eran como el cielo. Un joven recostado en el tronco de un árbol ralo sintonizaba una radio pequeña optando por una música de chelo. No dejaba de mirar a todos los que estaban en la parte más alta. Las hermanas bailaron gracias a esa música y al joven se le formó una sonrisa muy amplia. Se puso de pie y caminó unos pasos para estar más cerca de todo; y así, con el orgullo de saberse parte de esa magia, se quedó parado sosteniendo el equipo. El aire, que seguía discurriendo sin prisas, desprendió del pasto minúsculas flores silvestres y abundantes, de esas que crecen en todos los prados antes del verano, azules.


Cintia Pons

@cintiapons

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