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Recuerdo vivo

Actualizado: 13 oct 2020


Un bosque. Los ruidos de la naturaleza determinaban la lejanía de los dominios del hombre. El silencio de los árboles dejaba que las criaturas interactuaran con toda tranquilidad. Un atardecer. El sol se ponía a lo lejos de manera que se podía mirar fijamente sin parpadear. El aire estaba calmo y podía apreciarse cada detalle de ese momento.


Un niño. Con la mirada perdida como una gota de agua en el océano. Su corazón palpitaba a tal velocidad que podía confundirse con el sonido de un tren en movimiento. Respiraba entrecortado, agitado. Sentía el aire caliente y húmedo saliendo de sus fosas nasales. Escuchaba a lo lejos, a los pájaros revolotear por algún pedazo de comida. Ya no percibía día ni horario. Estaba perdido en tiempo y espacio.


Su mente divagaba entre recuerdos de ese día y años atrás. Como cuando su madre le regaló en alguna navidad, la remera de Nirvana que tenía puesta ahora. Era su favorita. La mochila del colegio que colgaba en sus hombros lo abrazaba, esa que tanto amaba y maltrataba a la vez. Su campera le pesaba, pero no lo abrigaba lo suficiente. Sin embargo, sentía calor en el cuerpo. Las gotas de sudor le recorrían la sien y otras, bajaban por la nuca hacia la espalda. No podía dejar de mirarlo. La situación lo dejó perplejo. Los ojos no podían apartarse del objetivo. Intentaba recordar los consejos que le había dado su tío esas tardes frías de Junio, cuando salían a acampar junto a él y su padre.


No podía evitar reproducir en su cabeza, la pelea que había tenido con su abuela la mañana de ese día. Recordó el enojo y el malhumor que lo habían llevado a tomar la decisión de pasar el día en ese bosque. Tranquilo, alejado de todo, sumergido en sus pensamientos y en la música que tanto le gustaba. Quería volver a ese momento, ponerse los auriculares, escuchar un tema de Pink Floyd, cerrar los ojos y dejar que el viento acarie su cara. Ese viento fresco que se escurre entre los árboles como la arena se escurre entre los dedos de las manos.


Pero lo que veía lo superaba, lo superaba a tal punto que sintió cómo se le tensaban los músculos de las manos y la espalda. El miedo se abría paso como un cauce de agua sin control. Poco a poco se apoderaba de todo su cuerpo. Sus pies estaban aferrados al suelo y no se despegarían por nada del mundo, al menos no ahora.


No distinguía entre la realidad y un invento de su imaginación. Pero seguía estando frente a él. Los separaban unos escasos quince metros. Su contrincante lo miraba fijamente también. Jadeando y agitado, producto de la corrida que lo había llevado a ese lugar. Se podía sentir la electricidad y tensión en el ambiente. De tan sólo ver lo que había en las fauces de ese animal, se le erizaba la piel. La sangre recorría los dientes y goteaba en el suelo formando un pequeño charco rojo. El cuello desgarrado de esa liebre no había podido escapar a la velocidad de su depredador, y sus ojos estaban de un color tan oscuro, que podía asegurarse que allí ya no había vida.


Las orejas del animal delante de él, funcionaban cual sonar y escaneaban todo en su campo visual. No soltaba su premio, pero tampoco le quitaba la vista de encima. La distancia, le permitía apreciar esa mandíbula y esos colmillos cubiertos por un rojo escarlata. Y esos ojos amarillos, representando la viva imagen de una luna llena en una noche despejada.


Dicen que la adrenalina acelera el corazón y hace que los segundos pasen más lentos. Definitivamente, esto era lo que estaba experimentando. Había que tomar una decisión. Dejar el lugar rápidamente y arriesgarse al ataque, o esperar quieto a que la bestia determinara su destino.


La puesta de Sol estaba llegando a su fin. A lo lejos se escuchó un sonido de ramas rompiéndose. El niño casi pudo sentir que así sonarían sos huesos en la boca de la feroz criatura. Uno de los sonares desvió su atención al sonido. El silencio y la sensación de querer escuchar todo, podían palparse. La criatura giró la cabeza, pero no la mirada. Luego, sin más, comenzó a caminar en dirección opuesta al niño. Y se perdió entre árboles y arbustos.


Fríos y calores nuevamente. Músculos y articulaciones que volvían a su lugar. Una sensación de alivio. Volver a recuperar acciones motoras. Pestañear fuerte y rápido. Pasar de no mover los pies, a sentir una pseudo levitación. Repetir la imagen de la bestia ausente una y otra vez. Risa interna. Ganas de llorar. Y volver a estar atento a los alrededores.


Cae la noche en el bosque y todavía puedo sentir que nos miramos fijamente.


Lucas Sotelo

@sotelolu

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